A Mónica la quiero libre

El disfrute de la soltería me duró poco; en realidad podría decir que nada. Cuando crecí y todo indicaba que “ya estaba lista”, apenas me dio el tiempo de trabajar como cajera bajo la figura de ese estado civil.

Debuté formalmente como asalariada en la banca pública, pero esa no fue la primera, ni mi última experiencia laboral; desde pequeña, entre mudanzas y reacomodos, hice distintos encargos que fueron proporcionándome los vestidos, el calzado y los artículos para la coquetería que Rosalba no podía costearme.

Mientras cursé el bachillerato, que en “su momento” tampoco terminé, compartí el tiempo libre disponible cuidando de los hijos de una hermosa y elegante mujer. Ella me amadrinó como a una hija; es cierto que me pagaba, pero de ñapa, gracias a su presencia, aprendía sobre las artes y el poder contenidos en los gestos, tonos, movimientos, indumentarias y tocados femeninos.

Desde pequeña vi en mis hermanas mayores verdaderos ejemplos a seguir. La Jimenera era mi referente; allí se celebraron bodas por el civil, por el civil y la iglesia, vestidos blancos, velos, coronas, fiestas, regalos, anillos de “compromiso” de 18 quilates con piedritas preciosas, casas propias, “estatus”. Pero trabajar para Maritza, elevó al cuadrado mis pretensiones primeras.

Ya les había contado que Rosalba Jiménez parió seis hijas a las que registró con un solo nombre y un solo apellido. También les conté que crecimos en un barrio y que vimos llegar el cemento a sus empinadas calles de tierra. Pero lo que quizás no les conté es que mamá fue quien se encargó de casarnos a todas. Nunca lo mencionó, pero ahora que lo pienso, seis hijas hembras debieron significar seis terribles angustias.

Rosalba la centinela nos acechaba, nos regañaba, nos echaba estrujones, nos gritaba; apenas aparecía el primer novio, el primer novio con barriga en proceso, el primer novio con pérdida de la virginidad siendo menor de edad, inmediatamente, ella, con un carácter nada proporcional a la fina y pequeña contextura que poseía, lograba que hasta el más grandote y temido de mis “cuñas” asumieran el compromiso de haberse comido la torta antes de tiempo. Aquello no se trataba de moral cristiana, aquello era miedo, de que se repitiera en nosotras la historia que le tocó vivir en la Altagracia de Dios.

Todas las tardes, al salir del Banco X, me encontraba con Alberto en la plaza La Candelaria; nunca tuve que esperarlo, él siempre estaba allí, siempre llegaba antes que yo, incluso si su moto estaba accidentada.

 Nuestras escapadas al Paseo los Próceres, las salidas al auto-cine de Los Chaguaramos, y las pocas salidas nocturnas que nos dimos, duraron lo que un peo en una hamaca; aquello prendió las alarmas; entonces las fichas del tablero se movieron y pronto quedé en jaque mate. En mi dedo vi el anillo con la piedrita preciosa, recorrí los corredores de la Urbanización El Silencio para comprar uno de los vestidos que exhibían las novias maniquís, llegué en carroza a la iglesia, frente al cura me entregué como legítima esposa y juré que estaría con él hasta que la muerte nos separara.

Cuando me casé apenas tenía 19 años, Alberto 21. Para poder contraer nupcias por el civil, su madre tuvo que firmar un permiso y acompañarle; en ese entonces, él era menor de edad ante la ley, yo por el contrario, no necesitaba de nadie, tenía la edad, estaba lista.

Desde que salimos enlazados de la iglesia, Alberto no solo me buscaba a la salida del trabajo sino que solía aparecer a distintas horas del día para darme una vueltica y ver si no me faltaba algo. Nunca fui mujer de pedir permiso, pero confieso que la situación se me ponía difícil cuando salía con mis amigas de infancia y farra, o cuando celebrábamos una fiesta en el banco.

Quedé embarazada en la tan soñada luna de miel; y todo siguió un ritmo acelerado en el que lo mágico fue perdiendo levedad y la vida se volvió pesada, real. Los celos cada vez más fuertes, los suyos, los míos.

Llegaron los gritos, empezaron los insultos y cuando me di cuenta estaba en el piso con él montado sobre mí. Ese día no lo olvido; quizás porque fue nuestra entrada al terreno de lo físico. Me apretujaba los hombros, me batuqueaba y mientras lo hacía, sentía que desde el dedo gordo del pie me subía la ira, recordé a mi madre con la cabeza rota, vi su sangre, vi a mi padre lanzarle una bandeja de arcilla; y cuando la ira llegó hasta mi cabeza, toda la fuerza me poseyó, pude herirlo, pude empujarlo, pude zafarme.

Así como mi experiencia laboral, ese día no fue el primero ni el último de “violencia doméstica”, vinieron muchos más; golpes, insultos y arrepentimientos; golpes, insultos, separaciones, reconciliaciones; desconfianza, insultos, separaciones, arrepentimientos, maltratos. Yo había salido de aquella iglesia perteneciéndole, era suya, muy a pesar de mí y de los esfuerzos de mi cédula de identidad resistiéndose en cada vencida, a usar el “de” Castillo.

Mamá, logró que su nieta Mónica tuviera dos nombres y dos apellidos, logró que fuera hija legítima de un matrimonio, logró con sus consejos y sus formas, que pudiera defenderme de los ataques de un macho en celo; nos enseñó a no dejarnos joder, pero a puerta trancada, en silencio y no tanto, sus seis hijas igual llevamos.

Mónica, mi única hembra, no se ha casado; ya vive como dicen ahora “independiente”, pero por la casa fueron a quedarse unos cuantos de sus novios-maridos; les permitía sin resabio que durmieran en su cuarto, lo que significaba todo un alaraque; traté de adaptarme a los tiempos modernos, me esforcé porque creciera sin sentir la obligación de pertenecerle a alguien; aun cuando me llenaba de vértigo verla con lo que para mí era el siguiente candidato.

La he visto llorar, la he visto justificar, la he visto en situaciones parecidas a las que viví; lo que no he sabido hacer, es lograr mover las fichas del tablero para evitar que los golpes aparezcan en su piel, y pongan en jaque mate a su alma algún día.

A Mónica la quiero libre.


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