¿Y usted dónde vive? En el Conde… en el condenado cerro del Calvario


No sé si a usted le ha pasado lo que a mí; quizás todo dependa del color de su piel, de la cantidad de ceros existentes en su cuenta bancaria; quizás tenga que ver más bien con que si vive o no en una zona en la que los servicios de aseo urbano, agua, electricidad y asfaltado existen y funcionan; quizás dependa de si es hombre o de si es mujer; de si vive en una ciudad o en un campo; quizás dependa de los “dependa” que deje por fuera, pero, en resumidas cuentas, de lo que quisiera hablarle es de lo que nos ha pasado, porque ha sido mucho, variopinto, pero a la vez muy parecido.

Mi nacimiento le sumó a Rosalba Jiménez la hija número seis; fui la hembra menor de seis hermanas que tuvieron en común un mismo padre y un solo apellido; en ese sentido en casa no existieron desigualdades, todas gozamos ante la ley de la misma condición, éramos pobres y a ninguna se les puso el Rodríguez por delante.

A nosotras nos tocó meter en la maleta de los valores y principios el estigma del apellido solitario; nunca entendí por qué Antonio no quiso darnos su apellido, si nos reconocía como hijas, si con Rosalba hacía pareja y vivía en casa, no tenía un segundo hogar,  y que sepamos tampoco otros hijos o hijas.

Lo cierto es que papá en seis oportunidades que tuvo, nunca se decidió a cruzar la puerta del registro civil de la mano de Rosalba; quien en cambio, seis veces nos llevó, una a una en sus brazos para presentarnos ante la ley, y así obtener la partida de nacimiento en la que quedaría estampado nuestro único nombre y nuestro único apellido.

Si a ver vamos, resulté una de las menos desafortunadas; comparando la época que siguió a mi nacimiento en la Venezuela del año de 1962, con la de las nacidas en la Roma del siglo 27 A.C.

Estas mujeres, hijas ilegítimas o bastardas con las que me identifiqué en mi bachillerato de humanidades tardío, eran tratadas con el máximo rigor de la sociedad, bajo medida de aislamiento se les negaba no solo el derecho al alimento, al contacto e intercambio amoroso y solidario con parientes, familiares y demás miembros de la comunidad, sino que también eran imposibilitadas de reclamar cualquier tipo de derecho sobre sucesión alguna. Las Leyes de las doce tablas así lo decían, y Rosalba que parió a su primera hija en un pueblo unos cuantos siglos después, también padeció las consecuencias.

Las hijas bastardas debían ocultarse, y mamá siendo el cuerpo del delito debió retirarse en silencio si a la casa de sus padres llegaba visita, sabía que le tocaba enclaustrarse y permanecer así hasta la retirada; si de casualidad Rosalba era sorprendida por una visita repentina en la sala, otra vez en silencio, debía soportar que fuera presentada por ejemplo, como la aseadora del hogar.

Rosalba encarnaba la vergüenza de la familia, en ella todas las culpas se depositaban, por eso llegó al punto en el que no soportó el peso de la cruz, agarró las maletas con su muchacha y se fue a Caracas; Antonio le montó un ranchito y allí se instaló.

Para el momento en el que trabajé en el Banco Latino, las calles empinadas en las que crecimos fueron dejando el marrón tierra por el gris cemento de rayitas, por sus curvas ladeadas bajaba acompañada de un ejército de mujeres que iban transformándose en la medida que llegábamos a las Reurbanización de El Silencio.

Calladitas cambiábamos a un ritmo acompasado nuestros zapatos de goma o cholas de plástico por tacones; otras más atrevidas, desprendiéndose de sus pañoletas y rollos, jugaban con las manos entre el cabello para dejar al descubierto unos rizos de moda; el maquillaje formaba parte de la escena y con ello se sumaban miles de otros elementos que nos hacían sentir más cercanas a la mujer del primer mundo y más lejanas al Conde.

Lo cierto es que todo aquello terminaba siempre en incomodidades que ignorábamos a juro, en nuestros pies salían ampollas, sufríamos de respiraciones acortadas y dolores de costillas por las fajas utilizadas, nuestras uñas siempre amarillas y manchadas por la “pegaloca” o la pintura roja utilizada y toda las demás cosas que una mujer de 56 años como yo padece.

Me sentía importante, sentía que encajaba, aun cuando por momentos el dolor o la falta de respiración aparecían para recordarme lo contrario.

Ahora que lo pienso, había alguien que también revivía la incomodidad, esa que no se ve pero se siente, esa que revive todas las cruces y vergüenzas, la que nace en el silencio, la que con ninguna crema despigmentadora puede borrarse.

Yo solía sentirla por las madrugadas, cuando después de una noche de tragos y tapas en una Tasca de Chacao, o del Rosal tomaba un taxi para volver a casa.

De punta en blanco, con mi mejor pinta de viernes, sacaba la mano y con el dedo índice paraba un carro, mis pies pedían a gritos las cholas guardadas en mi cartera, pero sabía que aún faltaba responder la pregunta de rigor.

Respiración profunda, sonrisa y vamos: ¿A dónde la llevo? a “las Residencias El Silencio por favor”;  subía y una vez sentada miraba la ciudad por la ventana, reía pa dentro y pensaba en ese chiste que nos hacíamos en el barrio para burlarnos un poco del bochorno cuando pensábamos que la mejor respuesta era gritarle a él y a quienes preguntaran: “En el Conde… el condenado cerro del Calvario”.

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